Prólogo a mitos modernos vol. 1

Dedicado al amor de mi vida, Angeles.

Los siguientes ejercicios fueron escritos en un frenesí de escritor —de esos que llegan sin avisar, lo levantan a uno y lo dejan mareado al irse sin decir nada— por ahí de septiembre de 2016.

Digo que “fueron escritos”, como si la inspiración hubiese llegado sola (y quizás así fue), pero en realidad tuve que forzarlos a existir. Siempre creí que quería ser escritor (o simplemente alguien que escribe, sin tener que ser algo). Pero me doy cuenta ahora de que lo único que deseaba era escribir por el puro placer de hacerlo.

Escribir para conjurar nuevos universos. Para materializar ideas. Para dar a luz almas nuevas. O, dicho de forma más metafísica —o más coloquial—: hacer el verbo carne.

Creo que las historias que siguen capturan ese frenesí joven, ese impetuoso impromptu cerebral. Y aunque no son largas, me gusta pensar que cuentan lo que necesitan contar. Ni más, ni menos.

La eficiencia literaria —que al final es eficiencia de pensamiento— me parece siempre bienvenida. Más aún en un mundo que corre con prisa, pero presta tan poca atención al detalle. Y el detalle —el de la vida— es, al final, lo único que realmente importa.

— O.J.C.M.

Mérida, 8 de junio de 2025

Júpiter

Júpiter extendió sus enormes brazos hacia el cielo, y frente a un mar de almas que lo miraban como a un dios, proclamó con fuerza:

—¡Guerra!

Los amarillentos pilares que sostenían el palacio se cimbraron con la potencia terrenal de cien mil soldados que, ante la proclama de su dios, blandían millares de espadas y lanzas al unísono, celebrando la premonición de gloria.

En los ojos de Júpiter, ancestral ser de tiempos olvidados, no existía odio, ni temor, ni ansiedad. Solo una tranquilidad absoluta y serena, casi espeluznante. De esas que hielan la sangre y mandan a uno al olvido, donde podrá dormir sin soñar, y soñar sin estar dormido; atrapado en un sueño eterno que no es sueño, sino la misma vida. Una vida que, con el paso abrasador de la soledad, se transformó en un espejismo de sí misma: una etérea ilusión.

Sin vacilar, había logrado lo que ningún otro ser en este o en cualquier otro mundo habría logrado jamás: declararle la guerra al vacío.

El vacío. Infranqueable. Eterno. Abrumante. Antítesis del fuego que da vida, de la chispa que exalta al hombre y lo hace alcanzar la gloria. Indiferente a las penas de los vivos, y también de los muertos.

De apariencia sólida y etérea, que existe y no a la vez. Contradicción paradójica de una naturaleza distorsionada que, al concebirlo, no supo qué hacer con él; con su disposición absurda, su mirar asfixiante, su tranquilidad desesperanzadora.

Lo condenó al tiempo infinito. A la estasis perfecta. A la utopía inmóvil que lo mueve todo.

Y en su existir fantástico, sentenció al hombre a su extinción. A la disolución absoluta. Al vacío imperecedero: el que todo consume, el que todo desvanece.

Júpiter no necesitaba más razones para ir a la guerra.

La extinción del hombre significaba su propia extinción. No era un acto heroico. Simplemente estaba evitando su propia aniquilación.

Cenizas

Lo invadía un hambre más antigua que él mismo. Tan primordial como la tierra, esa hambre le arraigaba los huesos al suelo y los hervía en volcanes de sangre.

Miró hacia el suelo primigenio y no vio más que pedazos de tierra mojada y brasas apagadas, a punto de extinguirse. Era un ser de ceniza, atraído por un fuego ancestral —de la época en que el tiempo aún no existía y bestias monumentales habitaban esta tierra; donde no había día ni noche, ni frío ni calor, solo ese fuego elemental que nacía en las fauces de criaturas miticas, guardianas del mundo.

La hoguera —apagada y marchita— lo observaba en silencio. Era una noche fría y eterna, de esas que invaden el alma y la llenan de recuerdos oscuros, como pozos podridos de malicia.

A lo lejos, se alzaba una montaña de pendiente imposible, como si hubiera sido tallada por un dios caído. En su cima, una fortaleza de obsidiana acechaba al cielo nocturno con torres afiladas, cubiertas de escamas, que atravesaban las nubes heladas y solitarias.

Sus ventanas, inmaculadas y cristalinas, atrapaban la luz sin devolverla jamás. A los pies del recinto, una puerta levadiza hecha de hierro puro, resplandecía como piedra volcánica bajo la luz cautiva. Dos centinelas pétreos y colosales vigilaban la entrada, armados con lanzas de oro macizo.

En el centro del complejo se erguía una torre blanca, descomunal, como un monolito premonitorio. Superaba los quinientos metros de altura, rompía las nubes, se perdía en la niebla. No tenía ventanas. Su aspecto sereno era destruido por un aura de soledad indescriptible, como si su misma existencia fuera un eco de todo lo que el mundo había olvidado.

Ese era el destino del ser de ceniza. En su cuerpo aún ardían brasas sacrificiales, brasas que lo fortalecían y lo condenaban.

La hoguera, restaurada y resplandeciente, ondeaba valerosamente, mientras sus fuegos vitales crepitaban al fondo de los huesos carbonizados.

El Cenizo se levantó de su vigilia, tomó su espadón y alzó la mirada con solemnidad. Vestía una armadura preciosa, con ornamentos exquisitos, digna de los príncipes mas finos y puros en la tierra.

El metal blanquecino brillaba con la pálida luz de luna. la seda de su capa absorbía esa luz divina y la disipaba, creando un halo que alumbraba cualquier rincón.

Un escudo descansaba en su espalda, con sus ornamentos sagrados que lo defendían de cualquier mal que no fuera de este mundo.

Por ultimo, el espadón. Midiendo dos metros de longitud, la fina hoja de metal desprendía un tibio resplandor de luz solar. Se dice que fue forjada por el herrero de los dioses, en la mítica tierra donde nació el sol, por orden del señor de la luz solar.

Imbuida con un poder sobrenatural al ser bañada con la luz del astro, la gigantesca espada, conocida por los guerreros como espadón, era un arma temible en las manos de un guerrero experimentado.

La torre desafiaba a las brasas, convertidas en ceniza. Era la ultima defensa contra la locura y el hambre que devoraría al mundo.

El Capitán Asombroso

Con alas que van más allá del cielo, con una visión periférica que alcanza los oscuros confines de la tierra, con una solemnidad absoluta, así emprendía vuelo el Capitán Asombroso, último de su estirpe.

A veces volaba alto, como queriendo tocar la atmósfera, arriba de las nubes, donde llueve al revés.

A veces, en días nublados, volaba entre un océano de neblina. La fría agua condensada le erizaba la piel y levantaba su espíritu.

Algunos días volaba muy bajo, recogiendo frutos silvestres en el camino, regalando unos cuantos a viajeros desconocidos que se cruzaba en el sendero.

Así pasaba sus días, volando en los azules cielos de una tierra olvidada, en un tiempo inmóvil, donde nada envejecía, donde nada se marchitaba.

Entre pasajes idílicos, el Capitán orquestaba al mundo, y el mundo obedecía.

Todo lo que él profesaba se cumplía, pues poseía una sabiduría que iba más allá de la inteligencia, más allá del conocimiento, más allá de la lógica.

Una sabiduría ancestral, de siglos remotos, heredada de estrellas extintas, heredada del polvo estelar.

Por las noches, volaba alto. Y con un toque elegante, encendía estrellas muertas hace eones. Estas volvían a brillar con una intensidad mayor que en su plenitud original.

Su vida se alargaba indefinidamente, pues la obra del Capitán era una obra atemporal, eterna y siempre en movimiento.

Se le conocía en todo el mundo como el Capitán Asombroso, y a donde fuese, iluminaba las mentes de los jóvenes, tranquilizaba la de los ansiosos, rejuvenecía las mentes más viejas, y extasiaba con una dicha profunda a cualquiera que se cruzara en su camino.

Entre campos verdes se le veía dormir. Sin preocupación. Sin pasiones. Simplemente existiendo.

Con su mente curiosa, descubría la magia escondida de todas las cosas, en completa armonía y paz.