mitos modernos vol. 1
Cenizas
Lo invadía un hambre más antigua que él mismo.
Tan primordial como la tierra, esa hambre le arraigaba los huesos al suelo y los hervía en volcanes de sangre.
Miró hacia el suelo primigenio y no vio más que pedazos de tierra mojada y brasas apagadas, a punto de extinguirse. Era un ser de ceniza, atraído por un fuego ancestral —de la época en que el tiempo aún no existía y bestias monumentales habitaban esta tierra; donde no había día ni noche, ni frío ni calor, solo ese fuego elemental que nacía en las fauces de criaturas miticas, guardianas del mundo.
La hoguera —apagada y marchita— lo observaba en silencio.
Era una noche fría y eterna, de esas que invaden el alma y la llenan de recuerdos oscuros, como pozos podridos de malicia.
A lo lejos, se alzaba una montaña de pendiente imposible, como si hubiera sido tallada por un dios caído.
En su cima, una fortaleza de obsidiana acechaba al cielo nocturno con torres afiladas, cubiertas de escamas, que atravesaban las nubes heladas y solitarias.
Sus ventanas, inmaculadas y cristalinas, atrapaban la luz sin devolverla jamás.
A los pies del recinto, una puerta levadiza hecha de hierro puro, resplandecía como piedra volcánica bajo la luz cautiva.
Dos centinelas pétreos y colosales vigilaban la entrada, armados con lanzas de oro macizo.
En el centro del complejo se erguía una torre blanca, descomunal, como un monolito premonitorio.
Superaba los quinientos metros de altura, rompía las nubes, se perdía en la niebla.
No tenía ventanas. Su aspecto sereno era destruido por un aura de soledad indescriptible, como si su misma existencia fuera un eco de todo lo que el mundo había olvidado.
Ese era el destino del ser de ceniza.
En su cuerpo aún ardían brasas sacrificiales, brasas que lo fortalecían y lo condenaban.
La hoguera, restaurada y resplandeciente, ondeaba valerosamente, mientras sus fuegos vitales crepitaban al fondo de los huesos carbonizados.
El Cenizo se levantó de su vigilia, tomó su espadón y alzó la mirada con solemnidad.
Vestía una armadura preciosa, con ornamentos exquisitos, digna de los príncipes mas finos y puros en la tierra.
El metal blanquecino brillaba con la pálida luz de luna. la seda de su capa absorbía esa luz divina y la disipaba, creando un halo que alumbraba cualquier rincón.
Un escudo descansaba en su espalda, con sus ornamentos sagrados que lo defendían de cualquier mal que no fuera de este mundo.
Por ultimo, el espadón. Midiendo dos metros de longitud, la fina hoja de metal desprendía un tibio resplandor de luz solar.
Se dice que fue forjada por el herrero de los dioses, en la mítica tierra donde nació el sol, por orden del señor de la luz solar.
Imbuida con un poder sobrenatural al ser bañada con la luz del astro, la gigantesca espada, conocida por los guerreros como espadón, era un arma temible en las manos de un guerrero experimentado.
La torre desafiaba a las brasas, convertidas en ceniza. Era la ultima defensa contra la locura y el hambre que devoraría al mundo.